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La soledad y el aislamiento no solo son males sociales, también acortan la vida de quienes los sufren: una investigación ha evidenciado que las personas que no reciben al menos una vez al mes la visita de familiares o amigos tienen un riesgo de muerte un 39% mayor.
Las conclusiones del estudio de la Universidad de Glasgow, que publica este viernes la revista BMC Medicine, se han basado en el seguimiento de las interacciones sociales de 458.146 personas de entre 40 y 70 años del Biobanco de Reino Unido -una gigantesca base de datos para la investigación- durante un periodo de 12,6 años, a finales del cual 33.135 de ellos habían fallecido.
Los científicos han estado siguiendo las respuestas de los participantes a cinco cuestiones, dos de ellas subjetivas: con qué frecuencia podían confiar en alguien cercano y con qué frecuencia se sentían solos; y dos objetivas: cómo de a menudo veían a familiares y amigos, si participaban en alguna actividad de grupo semanal y si vivían solos.
La falta de interacciones en los cinco aspectos estudiados está asociada a una mayor mortalidad, pero por más malestar que pueda causar a una persona la sensación subjetiva de sentirse sola o de no poder confiar en alguien cercano, “lo que es realmente grave y se asocia a un mayor riesgo de mortalidad es estar objetivamente solo y aislado”, ha explicado en rueda de prensa uno de los autores, el profesor de Cardiología de la Universidad de Glasgow, Jason Gill.
No obstante, la tormenta perfecta es quienes viven solos y no reciben ni siquiera una vez al mes la visita de familiares o amigos: su riesgo de muerte prematura es un 39% más elevado, y no se aprecia que participar en alguna actividad grupal pueda tener ningún beneficio para ellos, si no cuentan con el ‘calor’ de seres queridos.
“Hemos visto que ese manto social protector que ejercen la familia o los amigos es lo más relevante para prolongar la vida, y quienes no cuentan con él tampoco se benefician de participar en actividades grupales de forma semanal”, ha señalado el doctor Hamish Foster, afiliado a la misma universidad.
Los dos investigadores han subrayado el hallazgo de esta conexión tan clara con la muerte prematura de la soledad y el aislamiento indica que estamos ante problemas “mucho más multifactoriales y complicados” de lo que se pensaba, y de que “un solo tipo de intervención para atajar estos problemas será insuficiente”.
“Lo que sí nos proporciona esta investigación es una amplia base de conocimiento para diseñar y poner en marcha protocolos para reducir el aislamiento de las personas”, ha destacado Gill.
Preguntados por si las conclusiones de este estudio -el más concluyente hasta la fecha por la cantidad de personas analizadas- son extrapolables a jóvenes que vivan en un grado de aislamiento significativo, los autores han aclarado que el resultado no es extrapolable a personas de otra franja de edad (menor de 40 años), y que habría que hacer seguimientos desde esas edades para poder saberlo.
Tampoco, aclaran, puede implicar que quienes vivan en una residencia de mayores están menos expuestos a este riesgo de mortalidad por poder contar con más interacción:
“Quienes viven en una residencia es generalmente por otras casuísticas, nuestra investigación ha abarcado a aquellas personas que pueden vivir solas en sus casas”, ha aclarado.
Los siguientes pasos de su investigación serán explorar cuánto más hay que mejorar las interacciones sociales para beneficiar a las personas aisladas socialmente y poner en marcha los citados protocolos para reducir esa soledad.