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Días antes de abandonar la Casa Blanca en 2017, el presidente Barack Obama sorprendió a Joe Biden al condecorarlo con la Medalla Presidencial de la Libertad, declarando que su lugarteniente septuagenario era “el mejor vicepresidente que haya tenido Estados Unidos” y un “león de la historia estadounidense”.
Era un homenaje que suponía el final de una larga vida pública que colocó a Biden en la órbita de la Casa Blanca durante 45 años, pero que, debido a una combinación de tragedias personales, sus propios errores políticos y mal cálculo de la oportunidad jamás le habían permitido ocupar el despacho presidencial.
Ahora resulta que la cima no estaba fuera de su alcance: simplemente no había llegado el momento.
Joseph Robinette Biden Jr. resultó elegido el sábado 46to presidente de Estados Unidos tras derrotar a Donald Trump. La campaña se desarrolló contra el trasfondo de una pandemia, sus consecuencias económicas y un ajuste de cuentas nacional sobre el racismo. Es el presidente electo de mayor edad y lleva consigo como vicepresidenta electa a Kamala Harris, la primera mujer negra y de ascendencia surasiática que ocupa el segundo puesto de la nación.
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No hay caminos infalibles hacia un puesto que han ejercido apenas 44 hombres en más de dos siglos, pero el de Biden es uno de los más insólitos, incluso por tratarse de un hombre que lo buscó durante más de tres décadas.
Sin embargo, los aliados del presidente electo dicen que es justamente esa ruta lenta y tortuosa la que lo preparó para 2020, cuando se postuló, no como un senador o gobernador con grandes planes y ambiciones exageradas. Desde el 25 de abril de 2019, cuando lanzó su campaña, Biden se presentó como el estadista experimentado y solidario, el hombre más apto para derrotar a un presidente “peligroso” y “divisivo” para luego “sanar el alma de la nación” después de Trump llegó a la Casa Blanca.
Pero su victoria no trajo los complementos habituales. No logró una mayoría demócrata clara en el Senado, y varios candidatos a la cámara baja perdieron, lo que crea la perspectiva de un gobierno estrechamente dividido que pondrá a prueba sus promesas de bipartidismo. Y a pesar de ganar el voto popular por unos cinco puntos porcentuales, no pudo volcar las legislaturas estatales a su favor.
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En su primera declaración pública como presidente electo, Biden reconoció que persistirán las tensiones, pero pidió a los ciudadanos “dejar atrás la furia y la retórica enconada y reunirnos como nación... para unir y sanar”.
Biden ingresó a unas elecciones primarias demócratas en las que participaba una veintena de rivales —la mayoría bastante más jóvenes que él— y estaba sumida en una pelea ideológica en torno a asuntos tales como el seguro médico universal y los impuestos a las fortunas multimillonarias. Tomó un camino abierto, el de sus 36 años como senador por Delaware: un centrista convencional, miembro del establishment y capaz de celebrar acuerdos. Pero su llamado visceral, emocional, trascendió la identidad partidista.
Cuando decía que la reelección de Trump “alteraría para siempre el carácter” del país, Biden utilizaba su experiencia de vida y política para decir a los demócratas que su debate interno era prematuro. Según él, discutían a dónde debía dirigirse el tren metafórico, cuando en realidad el tren estaba —y está— descarrilado.
Cuando le otorgó la medalla en 2017 a un hombre que aparentemente se dirigía a la vida privada, Obama dijo: “No está en absoluto cerca del final”. Acertó.