Una faceta clave en la frenética lucha global que Pfizer, Moderna y otros grupos farmacéuticos han emprendido para desarrollar una vacuna viable contra el coronavirus es el reclutamiento de decenas de miles de voluntarios dispuestos a participar en los ensayos clínicos.
La corresponsal de AFP en Miami, Leila Macor, participó en el ensayo de fase 3 organizado por Moderna, la firma estadounidense de biotecnología que anunció el lunes que su vacuna experimental contra covid-19 tiene una efectividad de casi el 95%.
¿Por qué Macor, que sufre de asma, decidió ser uno de los 30.000 sujetos de estudio de Moderna? Aquí relata su experiencia, que comenzó pocas semanas después de que su propio padre muriera de covid-19 en Chile.
Mi padre murió tres semanas antes de que comenzaran los ensayos clínicos de Pfizer y Moderna a fines de julio. Murió solo, como muere la gente de este virus.
Mientras mis hermanos, mi madre y yo tratábamos de lidiar con la pérdida desde nuestros confinamientos en países diferentes, yo me enfrentaba a otra peligrosa realidad: Miami, y Florida en general, se estaba volviendo un importante foco del virus en Estados Unidos. Y mi trabajo era cubrir esa historia.
La idea de hacer algo activamente para ayudar a derrotar a esta plaga me ofrecía un poco de paz.
Lo charlé con amigos y familiares y todos me ayudaron a concluir que, como soy asmática, el peligro de un potencial efecto secundario por la vacuna no podía ser mayor que el riesgo que yo corría si me contagiaba de coronavirus.
Y así decidí participar.
Dos días después de escribir un reportaje de AFP sobre el inicio de los ensayos clínicos de fase 3 en Florida, yo estaba tocando otra vez la puerta del centro de investigaciones. Pero, esta vez, como sujeto de estudio.
Los Research Centers of America, en el suburbio de Hollywood al norte de Miami, estaban desarrollando los ensayos de Pfizer y Moderna. Alternaban. Un día uno, otro día el otro.
Decenas de otros centros de investigación en el resto del país también reclutaban voluntarios. Cualquiera podía ofrecerse, siempre que sus probabilidades de contagio fueran altas: camareros, médicos, taxistas... o reporteros.
Hice la cita para un martes, que resultó ser un día de Moderna.
Me pusieron una calcomanía con mi nombre en la blusa y me llevaron a un consultorio, donde me explicaron lo que luego leería en un documento de 22 páginas.
El test consistía en dos dosis. Los voluntarios recibiríamos 2.400 dólares a lo largo de los dos años que dura el estudio. Nos advirtieron de posibles efectos secundarios, desde dolor en el lugar de la inyección, hasta fiebre y escalofríos.
Los 30.000 sujetos íbamos a ser divididos en dos grupos: la mitad recibiría la vacuna; la otra mitad, el placebo.
"Nosotros mismos no sabemos cuál es cuál", me dijo la enfermera, cuando busqué indagar si caería en el grupo del placebo. Sólo la gente de Moderna lo sabe, pero no hasta que compile y analice sus datos.
Pregunté qué ocurría si me hacía un test de anticuerpos, pero ella me dijo que los resultados no serían concluyentes.
"Me va a matar la incertidumbre", dije.
Entonces la enfermera, que en ese momento me tomaba la presión, levantó la mirada y me habló muy seriamente: "Los placebos son tan importantes como las vacunas. Es imposible hacer el ensayo sin el grupo de control. Estás ayudando a la humanidad de igual manera".
Me sentí culpable por obsesionarme por mi rol en el ensayo clínico en lugar de concentrarme en el objetivo mayor: ayudarnos a todos a superar la pandemia. Y dejé de preguntar.
La enfermera me sacó sangre para llenar seis u ocho tubos --perdí la cuenta. Me hicieron un test de embarazo. Fueron muy insistentes respecto de usar anticonceptivos. "No conocemos todavía el efecto de la vacuna en el feto", me dijeron varias veces.
Luego vinieron dos personas con la vacuna en una neverita. O el placebo. Se rieron cuando les pedí que me dejaran tomar una foto. Lo que para mí era un momento histórico, para ellos era un martes cualquiera.
El pinchazo no dolió. Me condujeron a una sala de espera, donde me tuvieron media hora en observación. Otros tres o cuatro voluntarios miraban indolentemente el teléfono.
Una enfermera cubana llevaba una capa roja de Supermán.
"¿Por qué la capa?", le pregunté.
"Porque aquí todos somos héroes, mami", me dijo.
Me regalaron varias calcomanías, una camiseta y un tababocas, todo con el lema "Guerreros covid", y me hicieron bajar una aplicación donde ocasionalmente reporto mi temperatura y síntomas.
Cuando llegué a casa ya me dolía el lugar de la inyección. ¿Será que me tocó la vacuna?, pensé. Me pasé los tres días siguientes googleando si una inyección de suero produce dolor muscular. Pero no conseguí respuestas.
La segunda dosis fue a mediados de septiembre. Me dolió mucho más y, durante dos días, el lugar de la inyección estuvo hinchado y caliente.
Aún así, es imposible tener certezas. Ya me adapté a la idea de esperar a que Moderna me informe algún día si estoy vacunada o no.
Luego me di cuenta de que participar en el ensayo clínico había sido para mí una forma de procesar el duelo. Por mi padre y por el mundo que el virus nos está dejando de regalo.
Por diminuta que fuera, era la única arma que podía empuñar para hacerme la ilusión de que nos estamos defendiendo.
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